jueves, 21 de agosto de 2014



Los Puertos Grises

— Pero —dijo Sam, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas—, yo creía que también usted iba a disfrutar en la Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
— También yo lo creía, en un tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar la Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven.


Frodo, en su largo camino a Mordor sufre tres heridas, tres tipos de heridas. Quizás solo son tres los tipos de heridas que podemos sufrir.
La primera en realidad no lo es, podría haber sido… pero no pasa del susto, del mal momento, de un aviso, una advertencia, una amenaza real,  pero que no lo lastima efectivamente. Es aquella lanzada del Troll en la oscuridad de Moria. El chaleco de Mythril protege a Frodo, inesperadamente para sus compañeros, por suerte para él, algo mítico, mágico, un regalo inesperado e inmerecido, lo cuida y lo protege.
Así en nuestra vida, así la Gracia. A veces nos pasan cosas que potencialmente producirían la muerte o un gran mal en nuestra vida, pero algo –Alguien- nos salva… casi milagrosamente, a veces, sin que siquiera nos demos cuenta. Lo cierto es que estas heridas no lastiman, quedan como un mal recuerdo, incluso, a veces, como una anécdota de la que nos animamos a reírnos.
Mucho podríamos decir del Mythril, de ese regalo, de ese pasado protector… de eso que otros nos supieron conseguir. Pero no esta vez, no en esta ocasión.

La tercera herida que recibe Frodo es la segunda en gravedad. El episodio transcurre en el paso de Cirith Ungol, cuando es atacado por Ella, la Araña. Sorpresivamente, Frodo, es traspasado por el aguijón de la araña, que al inocular un veneno casi mortal lo lleva a un sueño del que probablemente no vuelva. Una herida real y ciertamente grave, muy grave. Todo, absolutamente todo -más que en Moria-  indica y lleva a la muerte de nuestro protagonista, sin embargo algo de azar, la luz de Elbereth,  y la fuerza de la amistad rescatarán a Frodo del abismo. Dardo –otro regalo de luz azulina- y la fidelidad de Sam salvarán a Frodo de su destino fatal. Más allá de las vicisitudes de la historia encontramos en nuestras vidas este tipo de heridas: graves y profundas, sufridas y padecidas en nuestra carne y corazón, heridas que nos traspasan y nos arrastran a las orillas de la muerte. Dolor, confusión, veneno, oscuridad, hostilidad, todo ello se conjuga en una muerte segura de no ser por la gracia y la amistad. Nuevamente, así en nuestra vida. Quizá no todos hayan sufrido estos golpes, pero de seguro cualquiera que viva los años suficientes lo sufrirá. De ello sólo nos salva la luz de la Gracia y el amor fiel de la amistad, nombres para dos cosas que –en realidad- son la misma. Incluso, uno cae en la cuenta de ser salvado después, sólo después de que todo ocurrió. Excepcional y vagamente uno puede tener conciencia de esta ayuda mientras transcurre la acción, a medida que el veneno actúa. Es una mirada honesta y retrospectiva, de ojos que se han lavado con la oscuridad del abismo, la que a posteriori es capaz de descubrir, responder y agradecer que uno fue salvado por una amiga luz azul.
Hay que decirlo: si la luz y la amistad no llegan a tiempo uno muere irremediablemente. Pero no es menos cierto que esta herida es superada, se sana, se cura, no deja huella ni secuela… o lo hace mínimamente… y toda consecuencia con el tiempo se borra y desaparece. En el peor de los casos, su amargo recuerdo no se borra tanto por la herida cuanto para recordar que el amor de los amigos y la fidelidad de Dios nos salvaron.

Pero hay todavía una herida más, la segunda en la cronología, la primera en gravedad. Es la herida que recibe Frodo en la Cima de los Vientos de parte del Rey Brujo de Angmar, la espada emponzoñada de la muerte traspasa el hombro del hobbit, y tal como en el caso anterior lo sume en un sueño de muerte y desesperación, la peor de todas las pesadillas. Las causas son múltiples, complejas, confusas. Difícil decir cuales son necesarias, cuales suficientes. Lo cierto es que el mal muestra su rostro más fiero, su mueca más espantosa, su ataque más incisivo: pone en juego todas sus potencias, las más agudas y eficaces para dar muerte. Todo para destruir absolutamente a la víctima. Aquí ya no alcanza la fuerza, la destreza y la valentía humana de Aragorn, de los hombres. La fuerza destructiva del mal es incontenible. Frente a esto la desesperación, el cansancio y el miedo llevan a Frodo a ponerse el Anillo único. Hizo hasta donde pudo hacer. Hizo lo que no debía hacer. Hizo lo que pudo hacer. En esas circunstancias todo complota para que el mal mate y mate sin remedio… inmediatamente.
En este caso, el más grave e importante –el que más me interesa- hay un doble desenlace: uno a corto plazo y otro a largo. A corto plazo estas heridas matan y matan de la peor manera, la victima muere de la desesperación en la soledad más fría y absoluta. Para que eso no suceda lo primero es actuar con premura, rápidamente; sin perder tiempo en nada; nunca, bajo ningún aspecto, se debe procrastinar. Lo segundo que es necesario para rescatar de la muerte inminente es la Sabiduría Antigua –de aquellos que ya han sufrido iguales cosas-, la tercera es la naturaleza y por último  es necesario encontrar un lugar de paz, cuidado y contención.  En definitiva fue eso lo que salvó a Frodo de momento, pero la antigua sabiduría de los Elfos, la cándida frescura de una flor silvestre, los rápidos reflejos del amor, sólo alcanzan para posponer la muerte. Esta vez Frodo no sanará, esta vez la herida será un recuerdo siempre actual, esta vez todo es paliativo, nada definitivo. Frodo, por el resto de sus días, mientras viva en la tierra media, sufrirá esa herida incurable de fuertes dolores. Cada mañana, al despertar, la herida le dolerá lo suficiente para recordarle quién es, dónde está y qué es lo que lo está matando. Habrá siempre, en el brillo de sus ojos, un dejo de tristeza, una pena inconfesable, un algo no resuelto ni superado, una cicatriz no cerrada y doliente que le estará mordiendo por dentro. Siempre.
Mucho nos queda en el tintero, pero diremos algo más, esta terrible experiencia significará para Frodo una manera diferente de ver las cosas. Es más, desde ese entonces, Frodo mirará con otros ojos a la miserable creatura Gollum, desde ese abismo de soledad y desesperación se abrirá para él un misterio de humildad y hermandad para con los que han gustado la misma muerte. Sólo ese corazón sabrá cuánta compasión siente por ese desdichado, ya no habrá deseo de muerte, revancha o victoria, sino compasión pura y espontánea por aquel con el que comparte la suerte.
A largo plazo el desenlace de estas heridas es la muerte, definitiva e irrevocable. Para no morir sólo hay un remedio: los puertos grises. Para este tipo de herida sólo queda el largo viaje al más allá,  donde  aquello que aquí nos causa la muerte allá se cubrirá de gloria. Es partir o morir, eso o la nada. No hay aquí, en esta tierra, mientras dure este eón, una cura. Quien ha sufrido esta herida sabe que en esta tierra no habrá paz completa y plena, sabe que el pasado es inmodificable y la llaga incurable, sabe que será librado de la pena y el  dolor pero no aquí, no ahora, no con cosas de este mundo. La curación será escatológica o no será.
Por eso me queda la esperanza de que alguna vez mi nave se interne en alta mar, rumbo al oeste, hasta que por fin en una noche de lluvia sienta en el aire una fragancia y oiga cantos que lleguen sobre las aguas, y me parezca que la cortina de lluvia gris se transforma en plata y cristal, que un velo se abre, y aparecen –ante mí- unas playas blancas y, más allá, un país lejano y verde a la luz de un presuroso amanecer. 


sábado, 27 de octubre de 2012

A la hora de las sombras largas... somos seres crepusculares



A la hora de las sombras largas
Somos seres crepusculares


Hace tiempo me he dado cuenta que estamos a mitad de camino. Somos habitantes de un tiempo más que de un espacio. Un tiempo que trascurre entre el día y la noche, o al revés. Depende de cada uno. Somos seres crepusculares, incompletos peregrinos de aquella hora en que las sombras se hacen largas. Tanto la noche como el mediodía pueden hacerse eternos, cada uno tiene su particularidad: una es fresca, el otro es sofocante; este puede ser luminoso, la otra tenebrosa. Como sea que sean transitarlos puede ser eterno, de hecho lo serán. Mientras que lo que hoy permanece, donde hoy moramos es fugaz, es inasible, es escurridizo como el amanecer o el atardecer. Allí pertenecemos a esos instantes bellos y fugaces, bellos y angustiantes. Somos de las despedidas, de las llegadas, de los umbrales y de los caminos.
Simultáneamente vivimos en la puesta-salida del sol. Por eso la mejor palabra es crepúsculo, sea que muera, sea que viva: es pasaje, es tránsito, es pascua.
El crepúsculo es lacerante, nos recuerda que nuestra morada es provisoria y eso nos angustia, morada y provisoriedad son opuestos contradictorios. Vivimos desgarrados, alimentando una luz que crece o uno oscuridad que engulle y de cualquier manera nos desangramos.
Nos define lo indefinible: buenos o malos, ángeles o animales, dioses o demonios, materia o espíritu, sociedad o individuo, libertad o necesidad, verdad o mentira, vida o muerte, el ser o la nada. En ese brete vivimos-morimos, así de constreñidos con labios apretados al borde del llanto y la carcajada, a las puertas del abismo claro que ciega y a oscuras nos deja. En caída, en caída libre nos encontramos. Este crepúsculo nos da vértigo, nos deja sin aliento, es a todo o nada.
Así es señores, esto somos, así se explica el colorido lienzo que formamos, con partes oscuras y bizarras, otras luminosas y esperanzadas, tal como el cielo a la hora del crepúsculo, cuando las sombras se hacen largas… largas para cubrirlo todo y sumirlo en la tiniebla, largas porque dan su último grito, antes de comenzar a retroceder hasta desaparecer bajo los pies del hombre que se ha puesto de pie tras la noche que dura tres días. La noche es negra, el día es blanco, solo el crepúsculo muestra todos los colores en el cielo, mientras el hombre, recortado contra el horizonte que se incendia elige su camino. Los habemos todos mientras nuestro lienzo se rasga, unos caminan al poniente otros al saliente, estos para la vida aquellos para la muerte. Ut tertium non datur.
Somos seres crepusculares. Eso es todo.

viernes, 30 de marzo de 2012

«Mellon…»


«Mellon…»

“Say 'Friend' and enter”
Durin, Señor de Moria




Es a las puertas de Khazad-dûm donde Tolkien[1] tiene una intuición brillante; puede ser una sugerencia dicha en voz baja, casi como un susurro, o quizás sea un grito como un trueno ensordecedor y luminiscente que desgarra la cerrada tormenta. Algo que todos sabemos pero que es bueno recordar, que es necesario volver a pasar-por-el-corazón.
Muchas veces el camino de las alturas nos es vedado. Por el contrario, la marea de la vida nos arroja a orillas desconocidas. Son lugares que nunca nos imaginamos transitar. Así le ocurre a la Comunidad del Anillo que pretende cruzar las Montañas Nubladas por los altos y, después del fallido intento, se ve obligada al camino de las profundidades abisales.
Con esto que decimos ¿A dónde queremos llegar?  Intentamos indicar que la larga oscuridad de Moria es como entrar en los sótanos de la existencia, es tener que cargar con los muertos sobre los hombros en las fétidas cloacas de París, es encontrarnos con los demonios de las profundidades. Son esos momentos en que nos sentimos quebrados, de rodillas, con miedo y sin saber qué hacer. El paisaje es lóbrego y la noche se hace larga, aunque nunca dura más de tres días. Es que la oscuridad –no mirar el cielo– nos ahoga, nos desintegra, nos hace sentirnos extraños, el mundo nos parece hostil y, en el peor de los casos, indiferente.
Pero la insinuación del texto no está en la realidad de la mina, sino en su entrada. La comunidad del anillo antes de entrar en las Minas de Moria tiene que resolver un enigma. Los pórticos pétreos cerrados a cal y canto sólo se abren si se dicen las palabras correctas.
El acertijo reza así: “Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo y entra”. La respuesta, como sucede muchas veces, está contenida en la pregunta. Pero en la pregunta bien formulada. La correcta traducción del acertijo es: “Di «amigo» y entra”, cuando el Mago Gris se da cuenta de esto, suspira “Mellon” sobre la roca y tras sordo ruido las puertas se abren. “Mellon” significa “amigo” en la lengua de los Elfos.
Este es la clave de bóveda: los amigos. La amistad. Solamente quien goza de ese tesoro puede pasar la oscuridad más negra, el abismo más profundo, la noche más larga. Son los amigos quienes lejos de evitarnos ese camino, abren ese camino. Contar con la presencia de un amigo es una pequeña lumbre, es una estrella incandescente -distante e inextinguible- en el firmamento que sostiene la esperanza contra toda esperanza. Y esto es maravilloso, pero no es sólo una presencia consoladora que hace la carga más liviana. No, y  si lo es, lo es en un sentido muy diferente al que podemos imaginar. El amigo que acompaña incansablemente por los senderos laberínticos de una mina subterránea, es eso mismo: incansable. No se cansa. Vela. Nos espera (y no me refiero a que nos espera en cuanto nos da tiempo sino a que espera de nosotros). Avanza. Este amigo sostiene y guía, pero no concede, no negocia, no perdona.
Son estas situaciones las que prueban el temple de una amistad, es necesario decirlo: las verdaderas amistades no se rompen, el tiempo y el espacio no le hacen mella,  cuando la muerte intenta inficionar su ponzoña no hace otra cosa que romperse los dientes. La amistad que se rompe, que es traicionada en realidad nunca llegó a serlo. Cuando así pasa lo que duele es descubrir la verdad de algo que nunca fue y no la pérdida de algo que sí era.
Pero entonces, volviendo a nuestro tema, cabe preguntarnos: ¿la presencia del «mellon» ahorra algún sufrimiento? En absoluto. Ninguno. Pero es la presencia del amigo la que no permite el peor de los sufrimientos, que es la traición a uno mismo. Se ha dicho que el amigo es el “alter ego” –otro yo– y por eso mismo uno muchas veces sigue adelante, para no traicionar al amigo, uno sigue y permanece porque el amigo lo dice, lo pide, lo suplica, lo ordena. Transitamos caminos que no entendemos, hacemos cosas con un sentido que no descubrimos y todo esto por las prerrogativas del amigo fiel. Uno ya no pretende ser fiel a sus convicciones, a sus ideales, a su historia sino solo corresponder al amigo. Digámoslo nuevamente: el amigo es el otro yo, traicionarlo es traicionarme, serle fiel es serme fiel. El reverso de no escuchar a un amigo es la infidelidad a lo que uno está llamado desde siempre. ¡Qué bendición son los amigos en la hora del poder de las tinieblas!
Entonces uno descubre que la condena ya no es sufrir el tormento de los malditos, sino sufrirlo sin amigos, sin un amigo. Eso es una condena, eso es la muerte eterna. El mundo como no-lugar y las personas como no-vivas y ausentes.
Ojalá pudiera cantar la amistad como un gran poeta, pues son los únicos que llaman las cosas por su nombre. Dado que no sé hacerlo, sean estas torpes pero sentidas palabras mi primer homenaje al inconmensurable don de Dios que son los amigos. Hoy que veo la puerta de salida de Moria –aunque aún distante-, quiero agradecerte amigo tu compañía, tu fidelidad a nuestra amistad y a la verdad, a mi verdad. Quedan por delante, seguramente, muchas noches, pero ya no temo tanto las tinieblas cuanto no tenerte. Ya no temo que nada sobreviva al vacío, porque sé que la amistad sobrevive a la muerte.




[1] No pretendo de ninguna manera hacer una exégesis del texto tolkeniano, sino solamente expresar lo que el texto me ha sugerido al leerlo.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Junto a la fuente, ante la puerta,
allí se eleva un Tilo…


"Lo que mora cerca del origen permanece"
Hölderlin

Para superar el síndrome de la hoja en blanco voy a echar mano de un poema. Y es que tiene razón Steiner cuando dice que el arte engendra arte, que la música engendra música y que la poesía engendra poesía. Lo mío está muy lejos de ser arte pero me ayuda a romper el silencio.
Canta Schubert:  
El Tilo
Junto a la fuente, ante la puerta,
allí se eleva un tilo;
soñe bajo su sombra
muchos dulces sueños.

Grabé en su corteza
muchas palabras de amor;
en la alegría y en la pena
fui atraído siempre a su lado.

También hoy hube de pasar
delante de él en plena noche;
allí, aun en la oscuridad,
he cerrado mis ojos.

Y sus ramas susurraron
como si me llamaran:
“¡Ven a mí, compañero,
aquí encontraras tu reposo!”

El viento frío me sopló
directamente la cara;
el sombrero voló de mi cabeza,
yo no me volví.

Ahora estoy a muchas horas
de ese lugar,
y siempre oigo susurrar:
“¡allí encontrarías reposo!”

“¡Allí encontrarías reposo!”. ¿A qué se refiere el gran Schubert? ¿En que está pensando? Acerco una respuesta que es propia, no sé si es también la de él.
El poema gira en torno a una figura que puede parecer inocua, domesticada, pero que en realidad es misteriosa y, valga la redundancia, locuaz. Sí, aunque estemos acostumbrados a pensar que lo misterioso es oscuro y abstruso, en realidad es todo lo contrario, el misterio es sumamente elocuente, tanto que no podemos comprehender todo lo que dice de sí. Me refiero al Tilo.
Lo primero que diré es que en las dos primeras estrofas nos encontramos con un recuerdo. El poeta hace memoria: que el Tilo estaba junto a la fuente, ante la puerta y que ha sido a la sombra del Tilo donde la tristeza y la alegría lo han empujado en diferentes momentos. Llaman la atención estos acordes que parecen disonantes y en realidad son sumamente armoniosos: ser atraído por el árbol y ser empujado por la circunstancias de la vida. Momentos importantes han quedado grabados en la corteza del viejo árbol. Las imágenes están cargadas de sentido: una puerta, una fuente, un árbol.
Pero ¿cuál es el drama del poeta? La herida está en la partida, en el alejamiento del árbol. En la noche, con los ojos cerrados, el caminante ya no se ha detenido a gozar o padecer sino que esta vez ha marchado, ha huido, le ha dado la espalda a la entrada, a la fuente, al árbol. Una bofetada de viento frío ha intentado despertarlo del sueño mortal pero no ha sido suficiente. El canto del Tilo, casi como una elegía, ha sido desobedecido. Aún a muchas horas del lugar el susurro es agudo y desgarrador: “¡Allí encontrarías reposo!”. El viandante hace el camino contrario al Principito: “si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente”.
Repica nuevamente la pregunta ¿qué es el Tilo? o mejor ¿dónde está el Tilo? y más atrevida aún ¿quién es el Tilo?. Lo que intento evocar son aquellos espacios donde hay algo que desde el más allá irrumpe en nuestra vida, con mil caretas y una solo rostro, algo que nos promete reposo y ya nos lo ha dado antes. Son aquellas experiencias que se dan a las puertas (o junto a ellas) de nosotros mismos, esa zona gris entre la interioridad y la exterioridad, “más allá de la subjetividad y más acá de la objetividad” diría Buber. Son esas experiencias donde el ser o la nada nos lastiman, nos aguijonean y despiertan de la somnolencia existencial. Aquello que sucede y nos extirpa de la rutina, del trajín y muchas veces nos arranca lágrimas amargas de tristeza, otras tantas lágrimas de alegría y emoción. Una vez le preguntaron a Karl Rahner cómo definiría al hombre, él contestó: “el hombre es ese ser que mora a orillas del infinito mar del misterio, pero que muchas veces pasa su vida ocupado con las piedritas y palitos de la costa”. La experiencia que estoy intentando sugerir es aquella que es capaz de sacarnos de nuestro estar encorvados sobre nosotros mismo para otear ese inmenso horizonte que se despliega sobre el infinito mar del misterio. Intentar unos ejemplos es riesgoso, tematizar, conceptualizar estos eventos es traicionar su propia esencia que exceden la comprensión y la comprehensión. Sin embargo puede asaltarnos esta presencia en la compañía de un amigo del alma, en la gratitud que despierta la gratuidad de un don inesperado y por lo mismo inmerecido, al escuchar el “Requiem” de Mozart o al contemplar “De sterrennacht” de Van Gogh. Mas no sólo en estas situaciones sino también, y con una punzante agudeza, cuando nos visita la muerte, la nuestra o la de un hijo, allí donde la enfermedad se hace tan insoportable como larga, en la injusticia ciega y desmedida contra los inocentes o en la nada que avanza como una neblina gris que cubre las cimas de la existencia y reduce todo a tedio y desesperación (Heidegger). Estas son, por fin, las palabras de alegría y pena que han quedado rubricadas en el Tilo y manan de una fuente junto a la cual encontramos reposo.
Pero la verdadera muerte se encuentra dándole la espalada a estos momentos, únicos o recurrentes. Por eso apuramos la pregunta ¿Cuáles son los espacios donde encuentro reposo? ¿Dónde está la fuente a la cual caminar lentamente cuando tengo cincuenta y tres minutos que duran toda una vida? ¿Cuál es el Tilo que me susurra “¡Ven a mí, compañero, aquí encontraras tu reposo!”? Puede ser una melodía, una persona, una hora del día, un poema o un lugar, pero es necesario tenerlos identificados y cuidar su espacio y tiempo en nuestra vida cotidiana. Lo contrario es la noche fría y cerrada que me aleja del Tilo y lo que era una llamada al reposo se convierte en una tortura que no abandona nunca, aunque estemos a muchas horas de la puerta, la fuente y el árbol.
Un lector perspicaz podría preguntar: ¿Cómo tener identificados esos momentos, lugares o personas, si la experiencia me dice que allí donde encuentro reposo siempre es un instante que da la espalda, que siempre esta de retirada, que no permite ser domesticado y siempre recusa de sí? Lo que decía Picasso puede ayudarnos a sugerir la respuesta: “que la inspiración te encuentre trabajando”, eso es lo que quiero decir, velar por una actitud receptiva, celosa y propia de un buscador para que cuando de súbito la Alegría -de la que habla Lewis- entre en escena no perdamos la ocasión de contemplarla bella e inasible como una estrella fugaz. 
Para dar el siguiente paso me ayudará la mitología griega. Cuenta el mito que Filemón era un viejo y pobre campesino que vivía en la ciudad de Frigia con su esposa Baucis. Un día, Zeus y Hermes, tras un viaje disfrazados de mortales, llegaron a Frigia, donde pidieron a sus habitantes un lugar para pasar la noche. Tras la negativa de todos ellos, sólo Filemón y Baucis les permitieron entrar a su humilde cabaña. Después de servir comida y vino a sus invitados, Baucis notó que a pesar de llenar varias veces los vasos de los visitantes, la jarra de vino estaba aún llena, de lo que dedujo que aquellos foráneos eran en realidad dioses. Pensando que la humilde comida servida no era digna de tales invitados, Filemón decidió ofrecerles el ganso que guardaban en casa. Pero cuando el campesino se acercó al ave, el animal corrió hacia el regazo de Zeus, quien aseguró que no era necesario tal sacrificio, pues debían marcharse. El dios avisó al matrimonio que iba a destruir la ciudad y a todos aquellos que les habían negado la entrada. Les dijo que deberían subir a lo alto de la montaña con él, y no darse la vuelta hasta llegar a la cima. Ya allí, la pareja vio su ciudad destruida por una inundación.
Sin embargo, Zeus había salvado su cabaña, que posteriormente fue convertida en templo. Cuando Zeus les ofreció un deseo, el matrimonio pidió ser sacerdotes del santuario y estar unidos para siempre, muriendo uno al mismo tiempo que el otro. Tras su muerte, Zeus los convirtió en árboles que se inclinaban uno hacia el otro: Filemón en roble y Baucis en tilo.
Veamos bien. Los elementos son los mismos que los del poema: una puerta que se abre y es signo de la hospitalidad, de la acogida. Aquí no tenemos una voz que susurra sino una presencia divina que irrumpe en la pobreza y cotidianidad de cualquiera. También aparece un Tilo signo de reposo e inmortalidad para quien  moró en las inmediaciones del templo donde el dios habita. Este es el nuevo “elemento” que ahora se hace explícito: detrás del Tilo, está el paso de Dios. Las resonancias bíblicas, del antiguo y nuevo testamento, son innumerables, Abraham y el pesebre saben de qué se trata. El punto es que hay lugares inesperados, frecuentes pero que escapan a la rutina, que tienen algo extraño que puede pasar desapercibido para muchos pero no para el buscador, como una jarra de vino que no se vacía nunca. Nuevamente apuro las preguntas ¿somos hospitalarios con el dios que nos visita cuando parece que nadie lo quiere recibir? O ¿preferiremos perecer bajo la inundación de cosas que nos pasan y vidas inauténticas que nos ahogan?
Los lugares sagrados lo son porque Dios ha pasado por ellos y no porque Dios tenga que hacerlo. Lo que quiero decir que el Reino de Dios no viene ostensiblemente sino que refulge en las pequeñas cosas, como son la sobriedad de la liturgia, en la simpleza del Pan partido y compartido. La clave está en ser lo suficientemente perspicaces para descubrir allí donde algo rompe la lógica de este mundo y extrañamente responde a otras leyes, leyes con las que el corazón del hombre, al fin y al cabo, es connatural. Recordemos lo de Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”. Signo de haber encontrado el lugar es el “reposo”; en el poema el reposo del caminante, en el mito el reposo de Dios. Es un lugar para el reposo de ámbos porque son el uno para el otro. Es entonces en un lugar de quietud, serenidad y encuentro entre ambos peregrinos, como los de Emaus.
Quien desobedezca la voz, quien no habrá la puerta, quien no regrese a la fuente se adentra en una noche sin nombre. Como dice Victor Hugo “vagar libremente es estar perdido”. Lo contrario es saber que de la fuente venimos y a ella volvemos, que bajo la sombra del Tilo encontramos reposo y que al abrir la puerta al Peregrino nos convertimos en un templo y pregustamos la inmortalidad como Filemón y Baucis que no murieron sino que “mientras vivieron, cuidaron del templo. Cuando ya muy ancianos charlaban delante de la escalinata, vio Baucis que a Filemón le iban saliendo hojas y Filemón vio que le salían a Baucis. Mientras la vegetación invadía sus cuerpos tuvieron ocasión de decirse adiós antes de que la corteza cubriera sus rostros. Todavía los naturales del país pueden mostrar un árbol con dos troncos gemelos. Esto me contaron unos ancianos (y no tenían motivo para engañarme). Yo mismo vi guirnaldas pendientes de sus ramas y yo mismo puse otras diciendo: "Sean dioses los que así fueron tratados por los dioses y sean honrados con culto los que culto rindieron" ”(Ovidio, Metamorf. 8, 611-724).  
Puede terminar de ilustrar lo que intento decir un último texto de Lewis. Un dialogo entre Jill y el León, el cual está junto a un río, como nuestro Tilo que esta junto a una fuente:

-¿No tienes sed? -preguntó el León.
-Me muero de sed -respondió Jill.
-Entonces, bebe -dijo el León.
- ¿Me dejas... podría yo... te importaría alejarte mientras bebo? -dijo Jill.
El León respondió sólo con una mirada y un gruñido apagado. Al contemplar aquella corpulenta masa inmóvil, Jill comprendió que igualmente podría pedirle a la montaña entera que se hiciera a un lado para darle el gusto a ella. El delicioso murmullo del río la estaba volviendo loca.
-¿Me prometes que no me... harás nada si me acerco? -preguntó Jill.
-Yo no hago promesas -dijo el León.
Jill tenía tanta sed que, sin darse cuenta, se había acercado un paso más.
- ¿Te comes a las niñas? -Preguntó.
-Me he tragado niñas y niños, mujeres y hombres, reyes y emperadores, ciudades y reinos -repuso el León. No lo dijo como vanagloriándose, ni como si se arrepintiera, ni como si estuviera enojado. Simplemente lo dijo.
-No me atrevo a ir a beber -murmuró Jill.
-Entonces morirás de sed -dijo el León.
-¡Dios mío! -exclamó Jill, acercándose otro paso-. Supongo que tendré que irme y buscar otro río.
-No hay otro río -dijo el León.
Jamás se le ocurrió a Jill no creerle al León -nadie que viera su cara severa podría dudar- y de súbito tomó su decisión. Era lo peor que le había tocado hacer en su vida, pero corrió hacia el río, se arrodilló y empezó a tomar agua con la mano.


Mucho de lo dicho es robado de acá y allá... les debo las citas y fuentes.