sábado, 27 de octubre de 2012

A la hora de las sombras largas... somos seres crepusculares



A la hora de las sombras largas
Somos seres crepusculares


Hace tiempo me he dado cuenta que estamos a mitad de camino. Somos habitantes de un tiempo más que de un espacio. Un tiempo que trascurre entre el día y la noche, o al revés. Depende de cada uno. Somos seres crepusculares, incompletos peregrinos de aquella hora en que las sombras se hacen largas. Tanto la noche como el mediodía pueden hacerse eternos, cada uno tiene su particularidad: una es fresca, el otro es sofocante; este puede ser luminoso, la otra tenebrosa. Como sea que sean transitarlos puede ser eterno, de hecho lo serán. Mientras que lo que hoy permanece, donde hoy moramos es fugaz, es inasible, es escurridizo como el amanecer o el atardecer. Allí pertenecemos a esos instantes bellos y fugaces, bellos y angustiantes. Somos de las despedidas, de las llegadas, de los umbrales y de los caminos.
Simultáneamente vivimos en la puesta-salida del sol. Por eso la mejor palabra es crepúsculo, sea que muera, sea que viva: es pasaje, es tránsito, es pascua.
El crepúsculo es lacerante, nos recuerda que nuestra morada es provisoria y eso nos angustia, morada y provisoriedad son opuestos contradictorios. Vivimos desgarrados, alimentando una luz que crece o uno oscuridad que engulle y de cualquier manera nos desangramos.
Nos define lo indefinible: buenos o malos, ángeles o animales, dioses o demonios, materia o espíritu, sociedad o individuo, libertad o necesidad, verdad o mentira, vida o muerte, el ser o la nada. En ese brete vivimos-morimos, así de constreñidos con labios apretados al borde del llanto y la carcajada, a las puertas del abismo claro que ciega y a oscuras nos deja. En caída, en caída libre nos encontramos. Este crepúsculo nos da vértigo, nos deja sin aliento, es a todo o nada.
Así es señores, esto somos, así se explica el colorido lienzo que formamos, con partes oscuras y bizarras, otras luminosas y esperanzadas, tal como el cielo a la hora del crepúsculo, cuando las sombras se hacen largas… largas para cubrirlo todo y sumirlo en la tiniebla, largas porque dan su último grito, antes de comenzar a retroceder hasta desaparecer bajo los pies del hombre que se ha puesto de pie tras la noche que dura tres días. La noche es negra, el día es blanco, solo el crepúsculo muestra todos los colores en el cielo, mientras el hombre, recortado contra el horizonte que se incendia elige su camino. Los habemos todos mientras nuestro lienzo se rasga, unos caminan al poniente otros al saliente, estos para la vida aquellos para la muerte. Ut tertium non datur.
Somos seres crepusculares. Eso es todo.

viernes, 30 de marzo de 2012

«Mellon…»


«Mellon…»

“Say 'Friend' and enter”
Durin, Señor de Moria




Es a las puertas de Khazad-dûm donde Tolkien[1] tiene una intuición brillante; puede ser una sugerencia dicha en voz baja, casi como un susurro, o quizás sea un grito como un trueno ensordecedor y luminiscente que desgarra la cerrada tormenta. Algo que todos sabemos pero que es bueno recordar, que es necesario volver a pasar-por-el-corazón.
Muchas veces el camino de las alturas nos es vedado. Por el contrario, la marea de la vida nos arroja a orillas desconocidas. Son lugares que nunca nos imaginamos transitar. Así le ocurre a la Comunidad del Anillo que pretende cruzar las Montañas Nubladas por los altos y, después del fallido intento, se ve obligada al camino de las profundidades abisales.
Con esto que decimos ¿A dónde queremos llegar?  Intentamos indicar que la larga oscuridad de Moria es como entrar en los sótanos de la existencia, es tener que cargar con los muertos sobre los hombros en las fétidas cloacas de París, es encontrarnos con los demonios de las profundidades. Son esos momentos en que nos sentimos quebrados, de rodillas, con miedo y sin saber qué hacer. El paisaje es lóbrego y la noche se hace larga, aunque nunca dura más de tres días. Es que la oscuridad –no mirar el cielo– nos ahoga, nos desintegra, nos hace sentirnos extraños, el mundo nos parece hostil y, en el peor de los casos, indiferente.
Pero la insinuación del texto no está en la realidad de la mina, sino en su entrada. La comunidad del anillo antes de entrar en las Minas de Moria tiene que resolver un enigma. Los pórticos pétreos cerrados a cal y canto sólo se abren si se dicen las palabras correctas.
El acertijo reza así: “Las Puertas de Durin, Señor de Moria. Habla, amigo y entra”. La respuesta, como sucede muchas veces, está contenida en la pregunta. Pero en la pregunta bien formulada. La correcta traducción del acertijo es: “Di «amigo» y entra”, cuando el Mago Gris se da cuenta de esto, suspira “Mellon” sobre la roca y tras sordo ruido las puertas se abren. “Mellon” significa “amigo” en la lengua de los Elfos.
Este es la clave de bóveda: los amigos. La amistad. Solamente quien goza de ese tesoro puede pasar la oscuridad más negra, el abismo más profundo, la noche más larga. Son los amigos quienes lejos de evitarnos ese camino, abren ese camino. Contar con la presencia de un amigo es una pequeña lumbre, es una estrella incandescente -distante e inextinguible- en el firmamento que sostiene la esperanza contra toda esperanza. Y esto es maravilloso, pero no es sólo una presencia consoladora que hace la carga más liviana. No, y  si lo es, lo es en un sentido muy diferente al que podemos imaginar. El amigo que acompaña incansablemente por los senderos laberínticos de una mina subterránea, es eso mismo: incansable. No se cansa. Vela. Nos espera (y no me refiero a que nos espera en cuanto nos da tiempo sino a que espera de nosotros). Avanza. Este amigo sostiene y guía, pero no concede, no negocia, no perdona.
Son estas situaciones las que prueban el temple de una amistad, es necesario decirlo: las verdaderas amistades no se rompen, el tiempo y el espacio no le hacen mella,  cuando la muerte intenta inficionar su ponzoña no hace otra cosa que romperse los dientes. La amistad que se rompe, que es traicionada en realidad nunca llegó a serlo. Cuando así pasa lo que duele es descubrir la verdad de algo que nunca fue y no la pérdida de algo que sí era.
Pero entonces, volviendo a nuestro tema, cabe preguntarnos: ¿la presencia del «mellon» ahorra algún sufrimiento? En absoluto. Ninguno. Pero es la presencia del amigo la que no permite el peor de los sufrimientos, que es la traición a uno mismo. Se ha dicho que el amigo es el “alter ego” –otro yo– y por eso mismo uno muchas veces sigue adelante, para no traicionar al amigo, uno sigue y permanece porque el amigo lo dice, lo pide, lo suplica, lo ordena. Transitamos caminos que no entendemos, hacemos cosas con un sentido que no descubrimos y todo esto por las prerrogativas del amigo fiel. Uno ya no pretende ser fiel a sus convicciones, a sus ideales, a su historia sino solo corresponder al amigo. Digámoslo nuevamente: el amigo es el otro yo, traicionarlo es traicionarme, serle fiel es serme fiel. El reverso de no escuchar a un amigo es la infidelidad a lo que uno está llamado desde siempre. ¡Qué bendición son los amigos en la hora del poder de las tinieblas!
Entonces uno descubre que la condena ya no es sufrir el tormento de los malditos, sino sufrirlo sin amigos, sin un amigo. Eso es una condena, eso es la muerte eterna. El mundo como no-lugar y las personas como no-vivas y ausentes.
Ojalá pudiera cantar la amistad como un gran poeta, pues son los únicos que llaman las cosas por su nombre. Dado que no sé hacerlo, sean estas torpes pero sentidas palabras mi primer homenaje al inconmensurable don de Dios que son los amigos. Hoy que veo la puerta de salida de Moria –aunque aún distante-, quiero agradecerte amigo tu compañía, tu fidelidad a nuestra amistad y a la verdad, a mi verdad. Quedan por delante, seguramente, muchas noches, pero ya no temo tanto las tinieblas cuanto no tenerte. Ya no temo que nada sobreviva al vacío, porque sé que la amistad sobrevive a la muerte.




[1] No pretendo de ninguna manera hacer una exégesis del texto tolkeniano, sino solamente expresar lo que el texto me ha sugerido al leerlo.